4 de marzo de 2012

En cualquier ciudad como en Barcelona…

Todos queremos a Jack

Ayer leí como definían a un asesino como un personaje claramente histriónico y por ello culpable porque, por ejemplo, no soportaba oír a la gente masticar cuando comían. Inmediatamente pensé ¡Aí mi madre que soy una psicópata! Pero no. El todopoderoso Google y su consorte Doña Wikipedia me sacaron de la duda lanzándome de nuevo al montón de los normalitos. Qué le vamos a hacer.

Supongo que condicionó el pensamiento el hecho de llevar una semana un poco abarrotada de personajes singulares hasta el punto de creerme una más de este Rat Pack mental, cuando al fin y al cabo, solo soy una voyeur eventual. Y es que estos días han sido de lo más variado y después de conocer a una señora y a su bebé, que en realidad era un loro, a verme interceptada por un ejecutivo en plena conferencia imaginaria y a disfrutar de un streptease integral mientras el artista se comía un bote de garbanzos al son de contoneo, el punto álgido llegó cuando me tropecé con mi Jack Nicholson barcelonés.

Jack sufre un trastorno maniaco compulsivo y la verdad es que es algo muy curioso de ver, aunque para ser sincera, yo al hombre lo vi apurao por la multitarea. Con prisa pero sin pausa dio tres toques a cada escalón, siguió con el dedo cada raya de las baldosas de la pared, se agachó en cuclillas cada 10 pasos, tocó tacón contra tacón cuatro veces exactas cada pocos metros y ni una sola vez pisó la línea blanca central del andén, y todo eso en tres minutos y sin despeinarse. Ojo que ni una mujer hace tanto en tan poco.

El caso es que impresionada por haber visto a Jack decidí compartir el momento con la gente del estudio. Pues mi cara de estupor quedo como un mísero tic facial al ver que, no sólo no se inmutaban, sino que algunos reconocían con la mayor naturalidad que ellos también lo hacían. Bueno, lo de ser madres de un loro o bailar en pelotas mientras comen garbanzos no, al menos públicamente, pero si hablar solos en voz alta por ejemplo, o el hecho de sentirse identificados con las capas más básicas del comportamiento de Jack. Algunos me confesaron que encienden-apagan-encienden la luz antes de entrar en una habitación, que se colocan las zapatillas en una posición concreta paralela a la cama o que no salen de su casa si no han revisado que todos los cuadros están rectos. Y yo preocupada porque no soporto ver comer a la gente… acabáramos ¡si soy la cosa más sanota de este mundo!

Lo más curioso del tema es que si no hacen todo eso creen que algo irá mal, que pasará algo malo que ellos mismos han provocado al no efectuar correctamente la secuencia, y de nuevo pensé en Jack. ¿Qué pasaría si un día era incapaz de completar sus secuencias? ¿Se subiría al tren de todos modos o detendría su vida en aquel instante para volver a poner todo en su lugar después de sus tan necesarios tres toques, cuclillas, seguimientos y taconeos? ¿Era su cara de angustia la viva imagen de su responsabilidad con el mundo? ¿Y todos los demás, de veras somos tan distintos a Jack?

Para muchos de nosotros el rutinario equilibrio de nuestros días se basa en una extraña mezcla de aparente normalidad y el estrés sistemático de creer que la calma sideral recae sobre nuestras acciones, que inacabadas, nos llevan a la angustia del que pasará o a la certeza de la tragedia por nuestra “irresponsabilidad”. Hacer o no hacer, esa es la cuestión… y la complicación.

En cambio para Jack, la cosa no funciona así. Vale que no me gustaría parecer una aspirante a Saturday Night Live, pero me impresiona su capacidad de asegurarse la existencia bajo la simplicidad de funcionamiento que tiene su universo. Imaginaos por un momento que fuera cierto, que alguien os asegurara que si cada diez pasos das una palmada, por ejemplo, no ocurrirá nada malo en tu vida, que todo estará en orden, sin problemas, sin dudas, sin complicaciones ¿no lo haríais?¿no os aseguraríais la calma a cambio de un gesto? Si el miedo de lo no cumplido nos hace dudar y el dudar enfermar ¿Qué loco no quiere ser como Jack?