En cualquier ciudad como
en Barcelona…
Diógenes y yo….
Me encantan las cosa
antiguas, no lo puedo evitar. No es que recoja todo lo que encuentro en los
contenedores pero frente a un mercadillo, un desalojo o una subasta, me asalta
un instinto carroñero que soy incapaz de controlar. Vaya, que es estar frente a
un tenderete y entrar en zona roja como un Pitbull.
El viernes, por ejemplo,
recibí el chivatazo de que por problemas económicos un pequeño teatro del Raval
cerraba sus puertas y ponía a la venta todo que lo que había en su interior.
Mesas, sillas, attrezzo, telas y hasta la madera del escenario estaban al
alcance del que fuera más rápido en llegar. Evidentemente mi instinto me dio un
picotazo y rauda y veloz me fui al faranduleo en busca de algún objeto lleno de
historia que llevarme a casa. Pero una vez allí supe que algo no iba bien.
Para empezar, no había
nadie, nadie como yo quiero decir. Y si bien a veces es una ventaja estar sola
frente al botín, en aquella ocasión el sentimiento de horrendo protagonismo se
convirtió en desasosiego al tener de guía a la dueña del lugar. Con una gran
educación y el desparpajo de la Pantoja, aquella divina del paralelo me
acompaño por el teatro mostrándome lo que se vendía y contándome su historia,
que por desgracia, tocaba a su fin. Y siempre recordaré que fue frente a un
hermoso piano a 500€ negociables que me pregunté ¿Qué estás haciendo? ¿Es que
estas sorda? Diógenes ¿Por qué no te callas?
Me di la vuelta y le dije
que lo sentía, que sentía muchísimo lo que estaba pasando, que sentía que su
sueño se esfumara, que tuviera que venderse la historia y que yo no quería
formar parte de aquello. Una vez en la calle, con las manos vacías pero con la
culpabilidad por las nubes, no podía dejar de pensar en lo que había estado a
punto de hacer. Supongo que mi afición pierde toda diversión si le pongo rostro
al objeto porque entonces no sólo negocio precio sino también sentimiento, y
eso, a día de hoy, a mi me cuesta.
Sinceramente, no sé en
qué momento cruce la línea que separa la recolección añeja de la invasión
sentimental pero si algo tengo claro es que a las “cosas” que tengo en casa me
las miro con bastante más respeto, porque ahora son sólo eso, objetos, pero ¿Y
si un día se despierta ese instinto sangriento a nivel relacional? ¿Existe un
Diógenes emocional?
En un mundo dónde el ser
humano cada vez está más sólo la acumulación de atención, amigos y amores
parece ser la tónica a seguir sin importarnos el uso, o en su defecto el desuso
que hagamos de semejante entrega una vez pasada la primera emoción. ¿Pero qué
ocurre entonces? Quererse a uno mismo es inocuo pero acumular sentimientos
ajenos por el mero hecho de tenerlos ¿Nos convierte eso en enfermos modernos? ¿Somos realmente queridos
o sólo somos un sentimiento más en una relación de posesión sin compasión? ¿Cuanto
amor del bueno es el humano capaz de demostrar? ¿Hemos llegado al punto de
pánico de no estar solo que necesitamos, ni que sea, estar “mal acompañado”?
En fin, yo sólo puedo
decir que una vez más el teatro me dio una lección y que Diógenes no me cae tan
bien como me pensaba, de hecho, creo que lo nuestro no va a ninguna parte y es
que hoy por hoy, tenemos diferencias irreconciliables y eso, no hay tenderete
que lo arregle.