14 de mayo de 2012


En cualquier ciudad como en Barcelona…

Diógenes y yo….

Me encantan las cosa antiguas, no lo puedo evitar. No es que recoja todo lo que encuentro en los contenedores pero frente a un mercadillo, un desalojo o una subasta, me asalta un instinto carroñero que soy incapaz de controlar. Vaya, que es estar frente a un tenderete y entrar en zona roja como un Pitbull.

El viernes, por ejemplo, recibí el chivatazo de que por problemas económicos un pequeño teatro del Raval cerraba sus puertas y ponía a la venta todo que lo que había en su interior. Mesas, sillas, attrezzo, telas y hasta la madera del escenario estaban al alcance del que fuera más rápido en llegar. Evidentemente mi instinto me dio un picotazo y rauda y veloz me fui al faranduleo en busca de algún objeto lleno de historia que llevarme a casa. Pero una vez allí supe que algo no iba bien.

Para empezar, no había nadie, nadie como yo quiero decir. Y si bien a veces es una ventaja estar sola frente al botín, en aquella ocasión el sentimiento de horrendo protagonismo se convirtió en desasosiego al tener de guía a la dueña del lugar. Con una gran educación y el desparpajo de la Pantoja, aquella divina del paralelo me acompaño por el teatro mostrándome lo que se vendía y contándome su historia, que por desgracia, tocaba a su fin. Y siempre recordaré que fue frente a un hermoso piano a 500€ negociables que me pregunté ¿Qué estás haciendo? ¿Es que estas sorda? Diógenes ¿Por qué no te callas?

Me di la vuelta y le dije que lo sentía, que sentía muchísimo lo que estaba pasando, que sentía que su sueño se esfumara, que tuviera que venderse la historia y que yo no quería formar parte de aquello. Una vez en la calle, con las manos vacías pero con la culpabilidad por las nubes, no podía dejar de pensar en lo que había estado a punto de hacer. Supongo que mi afición pierde toda diversión si le pongo rostro al objeto porque entonces no sólo negocio precio sino también sentimiento, y eso, a día de hoy, a mi me cuesta.

Sinceramente, no sé en qué momento cruce la línea que separa la recolección añeja de la invasión sentimental pero si algo tengo claro es que a las “cosas” que tengo en casa me las miro con bastante más respeto, porque ahora son sólo eso, objetos, pero ¿Y si un día se despierta ese instinto sangriento a nivel relacional? ¿Existe un Diógenes emocional?

En un mundo dónde el ser humano cada vez está más sólo la acumulación de atención, amigos y amores parece ser la tónica a seguir sin importarnos el uso, o en su defecto el desuso que hagamos de semejante entrega una vez pasada la primera emoción. ¿Pero qué ocurre entonces? Quererse a uno mismo es inocuo pero acumular sentimientos ajenos por el mero hecho de tenerlos ¿Nos convierte eso en enfermos modernos? ¿Somos realmente queridos o sólo somos un sentimiento más en una relación de posesión sin compasión? ¿Cuanto amor del bueno es el humano capaz de demostrar? ¿Hemos llegado al punto de pánico de no estar solo que necesitamos, ni que sea, estar “mal acompañado”?

En fin, yo sólo puedo decir que una vez más el teatro me dio una lección y que Diógenes no me cae tan bien como me pensaba, de hecho, creo que lo nuestro no va a ninguna parte y es que hoy por hoy, tenemos diferencias irreconciliables y eso, no hay tenderete que lo arregle.

5 de mayo de 2012


En cualquier ciudad como en Barcelona...

Un día de ocho perros



Antiguamente las personas median la dureza de las condiciones climatológicas según la cantidad de perros que debían acostar a su lado para no morir de frío y de ahí la expresión “una noche de perros”.

Sabido el origen me simplifica bastante la definición de mis días ya que cuantificar la maldad de los mismos se ha convertido en algo más ameno. Mis días malos han pasado de ser sólo vulgares días a ser días de un perro, en el mejor de los casos, a ser un día de manada en aquellos casos que la fatalidad ya te espera al borde de la cama en cuanto suena el despertador.

Pues bien, ayer tuve un día de perros, de ocho perros. No es que tuviera a Murphy desayunando en la cocina  pero sí que estaba apoltronado en mi silla en cuanto puse un pie en el estudio. Y es que ayer, para aquellos que no lo sepáis, fue el día internacional del tonto y todos mis clientes sin excepción, lo celebraron a bombo y platillo. Durante ocho interminables horas me dedique a lidiar con la tontería ajena que, orgullosa de su condición, se reafirmaba a cada paso sorprendiéndome con nuevas estrategias para sacarme de quicio. Y la vuelta a casa no fue mejor.

Ver una persona partida en tres trozos no es lo que una espera cuando vuelve a Villa Lebou pero lo peor, si hay algo peor que ver a una persona atropellada por un tren, es que no era la primera vez que lo veía pero se me había olvidado. Que queréis que os diga, crecí cerca de un paso a nivel y en un mal barrio donde los forenses eran tan comunes como los barrenderos. Todo aquello volvió a mi memoria por mucho que apartara la mirada pero cuando lo tienes a un palmo de la cara, el barrido visual es inevitable, como inevitable fue ver a otro chucho haciendo cola para arremolinarse a mis pies.

Una vez en casa, dos horas más tarde, decidí que sacar a pasear a mis dos perros, los de verdad, me serviría para relajar un poco el día… inocente. Pasear a mis perros sólo tiene un problema, que mi perra es una maldita zorra escapista. Su juventud e independencia viven exclusivamente para hacerme sufrir y ayer, por si no iba bien acompañada, a la Queen de la casa le pareció buena idea irse con otra persona, a otra casa, mira, por probar. Así que allí estaba yo, en mitad de la montaña, con una fugitiva calle abajo con un tio al que no conocía, corriendo y gritando como una histérica mientras me fijo que el coche aparcado en mi calle no es más que un picadero móvil de dos tortolitos a los que mis gritos han provocado un coitus interruptus.

Al final la recuperé pero aún me faltaba la guinda del pastel, cuando a esas horas, servidora ya iba más rodeada de perros que Cesar Millán. Y es que en mitad de mi caos montaña, perra e histeria,  al señor de la casa no se le ocurrió nada mejor que decirme que volviera a casa, que la Houdini volvería cuando le diera la gana y la verdad, en mitad de un ataque de pánico materno-canino no era lo que quería escuchar. Así que mi gran día acabó en una bronca monumental marca de la casa, morros para el resto de la velada y a dormir, que por suerte los días a veces sólo tienen 24 horas y mañana será otro día ¡Nos olemos!