27 de octubre de 2006

En cualquier ciudad como en Barcelona…

Mi eterna Distraída

Ayer, cuando mi cuerpo era una olla a presión de mocos, gérmenes y viruses a punto de estallar, me confié a los brazos del señor Renfe para que sin demasiado “retraso” me llevara del trabajo a la cama.

Y a riesgo de parecer monotemática, cual fue mi sorpresa cuando al entrar al vagón (entiéndase por entrar como definición universal al hacerse un hueco entre la muchedumbre enardecida por un asiento y al esquivar empujones como un deportista de élite) me dio la extraña sensación de que las caras de disimulo de la gente no eran una buena señal. Sin embargo, solo tuve que buscar el origen furtivo de aquellas miradas para encontrar la razón de este extendido sentimiento del “no va conmigo”.Allí estaba ella, la reina que toda fábula debe tener… mi eterna distraída.

Ayer en su mundo había una canción, una melodía que ella nos regalaba “tiririríííí tiririruuuuuu, tiririríííí tiririruuuuuuuu” y vuelta a empezar… tiririrííí… pero sonreía y parecía feliz.

Quien sabe, quizá mientras los demás andábamos en un vulgar vagón, ella bailaba en aquel salón donde recibió su primer beso o tal vez ignoramos a una soprano de la época dorada del liceo, o a la cupletista más famosa de un paralelo ya olvidado.

Mi eterna distraída es una mujer mayor, de la edad que tienen todas las mujeres mayores, año arriba, año abajo. Pelo negro, piel canela y en su rostro la lección de que la vida siempre te deja la marca de carmín en la frente.
Pero quizá lo que más me gusta de mi eterna distraída son sus ojos. Pequeños, brillantes y con el ansia de abarcar todos los mundos que pasan frente a ellos. A veces te mira a ti, a veces a alguien que solo a ella acompaña, pero siempre miran, siempre acechan y estoy segura de que siempre, siempre, encuentran lo que estaban buscando.

A la reina de esta fábula no le voy a dar un nombre. Seguro que ya tiene uno, pero para mí, que sea libre para andar por un mundo en el que inexplicablemente a todo se le da un nombre, una razón. Ella podría ser Lola, Paula, Lucía, Antonia o Carmina… pero por suerte, ella es quien le da la gana y para que negarlo, no todos tenemos ese privilegio.

Sin embargo, si algo me resultó extraño de verdad en toda esta historia, no es que ella cantara a gritos sino que la gente que la rodeara disimulara descaradamente como si no la oyeran… ¿como no podían oírla? Nadie le pide a un “cuerdo” que escuche, pero… anular el sentido natural del oído o disimular su función primaria me parece una actitud de un egocentrismo superlativo que escapa a todo mi arsenal de comprensiones y paciencias. Y ahí estábamos todos, la reina cantando, los “cuerdos” disimulando y yo, bueno, yo debatiéndome entre los dos mundos en el refugio de estas palabras… pequeñas, puede ... pero mías.

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